jueves, 29 de diciembre de 2016

Un homenaje a los perritos

Si hay algo que ha permanecido más o menos estable a lo largo de mi vida, es mi relación con animales en general, y más en específico con perros y/o gatos. Desde que tengo cinco o seis años que en casa siempre tuvimos mascotas, de hecho mi casa era un receptáculo de animalillos que venían en decadencia. Así aparecieron por ejemplo el Wonder (o "Guánder", si nos ponemos estrictos con la pronunciación), un ex-campeón de no sé que cosa en su especie (era un Bóxer) y también el León, un San Bernardo más grande que yo en ese tiempo, que con doce años llegó a mi casa por unos ligeros tres días, después de que mi hermana le acariciara su viejo hocico, y frente a lo cual él se vio pasado a llevar y atrapó con sus fauces el dedo gordo de la mano acariciadora, para hacerla volar violentamente por los aires mientras sus dientes se aferraban al dedo. 
No solo llegaban perros de raza: también llegaron el Washington, un fox terrier chileno con evidentes muestras de mezclas con otras especies locales que duró tan solo unos meses, tras ser masacrado por unos canes desconocidos, presumiblemente vecinos del sector donde vivíamos. También llegó la Elisa, la fiel Eli, que estuvo en nuestra casa desde el primer hasta el último día. Siempre estuvo allí, resguardando los límites del territorio, espantando a todas las potenciales amenazas, siendo violada en el jardín por los perros del sector y pariendo camadas de al menos cinco perros cada vez que quedaba preñada. Eso dejó una larga descendencia de la Elisa en el hogar, descendencia que rápidamente desaparecía porque los perritos se transformaban en regalos para distintas personas que solicitaban un cachorrito, un animalito dócil y fácil de domesticar, que se pudiera moldear a la educación deseada y convertirse en lo que el dueño quisiera de él. Ninguno de los hijos de la Elisa duró mucho tiempo en mi casa, no duraban más de tres meses. Luego un desconocido recibía de parte de las manos de mi padre a alguno de los retoños, y nunca más los volvíamos a ver. Fueron tantos los cachorritos que nacieron en mi casa que no son muchos los nombres que logro recordar. A todos, tarde o temprano, se los llevaban.

En casa tampoco faltaron los gatos. Los primeros llegaron junto con nosotros a la casa de la que ya les he hablado. Eran José Miguel y Bárbara, que luego de impensados sucesos terminaron siendo Josena Migalina y Bárbaro -un día José Miguel se hinchó tanto que le salieron gatitos por el poto. Cuenta mi papá que cuando esto pasó, yo exclamé "¡Gracias, Dios, por hacer que el hombre tenga a los hijos!". Éstos fueron los encargados de reproducir la especie dentro del hogar, llegando incluso hasta la tercera o cuarta generación. Bárbaro, como buen gato, un buen día huyó del hogar. A veces volvía en búsqueda de comida y cariño, pero bastaba con que sus necesidades fuesen satisfechas para que decidiera emprender viaje de nuevo. Josena Migalina, en cambio, era mi regalona (al igual que la Eli). Siempre estaba ahí para mi, a mi me gustaba retratarla, hacerle cariño y hablarle. Creo que ella también se sentía muy querida por mi. 

Un día mi mamá nos fue a buscar al colegio. Cuando íbamos llegando a casa mi hermana se bajó para abrir el portón y para que así pudiésemos entrar el auto. Ibamos entrando cuando por la ventana vi tirada a un costado del camino de entrada a la Josena Migalina muerta. Me bajé rápidamente del auto, esperando que solo estuviese debilitada porque alguno de los torpes perros la había agarrado a modo de juego. Pero no, no había vuelta atrás. La Josena Migalina estaba con sus ojitos verdes entornados, esperando que mi mano se los cerrara. No respiraba. No la podría revivir. Se había ido. 

Muchos gatos murieron en mi casa. Tengo recuerdos de ver gatitos tirados en el patio agonizando y nosotras sentadas al lado de ellos esperando que murieran. Pero ninguna muerte me dolió tanto como la muerte de la Josena Migalina. Ella era una figura de autoridad dentro del terreno ¡no podía morir! ¿qué sería de nosotros y de los gatitos sin la Josena Migalina?
En el caso de los perros, no fueron muchas las ocasiones en que los vimos morir. El Guander tuvo una muerte trágica: se peleó con un temerario Rottweiler vecino, llamado Puelche, y la pelea terminó con la muerte del Guander. El jardinero lo encontró semanas después putrefacto al borde del canal contiguo a mi casa. Mis papás quisieron pasar la muerte del Guander por una desaparición, hasta que la mentira no pudo sostenerse más, y nos contaron lo que realmente había pasado con él. 

La Josefa, que era una Bóxer y pareja del Guander, llegó muy viejita a la casa. Sus tetas estaban al arrastre, secas, agrietadas de tanto uso y tanto tiempo en desuso. Era tan vieja que un día ya no pudo caminar más, y decidimos inyectarla. La pudimos haber visto morir. Yo decidí no hacerlo porque sabía que me daría mucha pena. Ni siquiera acompañé a mi papá a enterrarla: le tenía terror a la muerte de un animal tan querido, sobre todo después de la muerte de la Josena Migalina.

Mis papás se separaron, nosotras nos fuimos a vivir con mi mamá y mi papá permaneció en esa casa. La Eli, al pie del cañón, siguió ahí. Cuando mi papá tomó la decisión de irse, regaló a la Eli a una vecina. Nunca más supe de ella. Ni siquiera nos despedimos. Presumo que debe haber vivido unos quince años, por lo que murió hace no tantos años. Qué ganas de haberla vuelto a ver, o de haber alcanzado a despedirme de ella y darle gracias por todo lo que nos dio y por todo lo que me enseñó. Mi experiencia con ella fue mi primer acercamiento a conocer bien a los animales, saber que tienen sentimientos, intuición, que son seres que piensan y que pueden reconocerte entre una multitud de gente y tenerte cariño.

Después de esta etapa pasaron dos años en que no tuvimos mascotas. En el año 2002 nos trasladamos a vivir con mi papá. Un día de junio, justo antes de que mi papá dejara la casa para emprender un viaje de semanas, apareció una gatita. No me acuerdo qué nombre le pusimos. Al ver que no era una gata callejera y que necesitaba una casa, decidimos adoptarla. Era divertida porque tenía rasgos propios de una gatita muy educada, como por ejemplo que cagaba en la tina (?), característica que ignoraba que un gato pudiera tener. Era tranquilita, se notaba que tenía más de 2 años, era sociable. No molestaba en nada. Cuando mi papá se fue, llegó mi abuelo a cuidarnos. A él le daba asco la gata y no entendía cómo un animal podía sobrevivir sin que estuviese afuera durmiendo con los caballos en un corral. Misteriosamente un día nuestra gatita desapareció. Cuando mi papá llegó y le contamos él no creyó que mi abuelo la hubiese echado a la calle. Nosotras siempre lo pensamos así.

Después de esa fallida experiencia, con mis hermanas quedamos con las ganas de tener una mascota, pero no ya un gato sino que un perro, y ojalá chiquitito. Mi papá proponía que el nombre tenía que ser Cusharón. No "Cucharón", sino que "Cusharón". Como era un nombre masculino, teníamos la expectativa de que nuestra búsqueda solo se limitara a machos. 
Un día mi papá agarró el diario y vio un anuncio de una persona que vendía cachorritos de foxterrier chileno en una parcela en Peñalolén. Mi papá nos mostró fotos de esta raza de perros, nos gustó, y partimos a buscar a Cusharón. Al llegar, nos bajamos del auto y vimos a una persona señalarnos dónde estaban los perritos. A medida que nos íbamos acercando, los tímidos e indefensos cachorros retrocedían. Al parecer no estaban muy acostumbrados a la presencia humana. Sin embargo, una de las hermanitas salió vociferante a ladrarnos -con tan solo cuarenta días de vida-. "¿Cuál van a querer?" nos preguntó el señor. Mi hermana grande, sin pensarlo, dijo "¡a ella! ¡me gustó porque es chora!". Ninguno de los otros involucrados -mi papá, mi hermana chica y yo- estábamos muy convencidos, pues no nos pareció muy amigable. Sin embargo no mostramos mayor resistencia, así que la malas pulgas fue la elegida. 

En el auto mi papá puso un tema importante sobre la mesa:

- "¿Y cómo se va a llamar?"

Nos acordamos de los deseos de mi papá de ponerle a un perro "Cusharón", pero se trataba de una fémina por lo que el nombre no le quedaría muy bien. A modo de adaptación, mi papá propuso ponerle "Cusha", pero nadie le hizo caso porque lo encontrábamos feo. Primero se llamó "Amelie" (la película había salido ese año, estaba muy de moda). Claro que andarla llamando "Amelie" nos empezó a sonar siútico y hasta medio largo. Es por eso que adoptamos las recomendaciones de la Organización Internacional "Mi papá y sus apodos", y quedó como Cusha.

Se notaba que la Cusha tenía carácter desde pequeña, sin embargo era una cachorra por lo que, aunque fuese choriza, también podía ser tierna al mismo tiempo. Claro que quizás no llegó en el mejor minuto: yo quería y creía necesitar toda la atención de mi papá, y con la Cusha en medio parte de la atención se desviaba hacia otro lado. Por eso empecé a actuar agresiva con ella. No quiero poner acá las cosas que hice, pero era realmente mala. Me arrepiento por eso, y ya le he pedido mil veces que me perdone por haber sido así de inmadura y violenta. 

La Cusha estuvo en todas. Aperró en seis cambios de casa, adaptándose sin ningún problema. Nos hizo pasar sustos por su vida, sobretodo en sus últimos años de vida, ya que a veces se ponía a chillar de la nada, y no sabíamos qué era lo que le dolía exactamente. Hubo un verano en que estos episodios fueron bien recurrentes, y el dolor la dejaba desorientada y atontada. Uno de esos días del verano nos fuimos de vacaciones con mi familia y los perros, y ese día decidimos ir a conocer el lago Budi. Fue en este verano en que la Cusha empezó a quedarse ciega, por lo tanto estaba asimilando lo que era tener que guiarse por los sonidos o los olores, y aprender a prescindir de la vista. Llegamos a Puerto Saavedra y todos nos bajamos del auto para caminar hacia el final de un embarcadero que había ahí. La Cusha iba caminando al lado de mi hermana como era de costumbre, cuando de pronto se escuchó el sonido de un cuerpo sumergiéndose en el agua. Era la Cusha que se había caído. Ella iba caminando feliz de la vida, cuando en cierto punto el muelle comenzaba a enangostarse. Fue ese el momento en que la Cusha cayó. Cuando escuchamos el ¡SPLASH! todos, no sé cómo, supimos que se trataba de la Cusha. Había caído como un metro y medio, quizás más, por lo que no era cosa de agacharse y sacarla. Además habíamos avanzado un buen trecho por el muelle, así que tampoco era fácil guiarla hasta la orilla del lago. Como si hubiesemos tenido un plan armado de antes, mi hermana automáticamente se acostó en el suelo del muelle, con los brazos colgando para abajo para tratar de agarrar a la Cusha; mi papá le agarró los pies y la acercó a la superficie del lago, mi hermana estaba de cabeza tratando de sacar a la Cusha, mientras yo y mi otra hermana agarrábamos al Alberto para que su nerviosismo no se interpusiera, y le hacíamos ruidos a la Cusha para que pudiera acercarse a nosotros lo más posible, para que así mi hermana pudiera sacarla en cuanto antes. El lago abundaba en algas, y yo pensé lo peor: la Cusha se va a enredar y se va a empezar a hundir, y tendremos algo muy triste que lamentar hoy. Finalmente nada de eso pasó. Mi hermana logró agarrarla y sacarla del lago. Pero recuerdo haber llegado a Santiago con la sensación de que no le quedaba mucha cuerda, y hablé con algun@s amig@s amantes de los perros para saber qué le pasaba a la Cusha y qué se podía hacer. 

La Cusha le conoció todos los pololos a mi hermana. La Cusha era una celebridad, cualquier persona que osase declararse amigo nuestro tenía que conocer a la Cusha en persona. Cualquiera de nuestros amigos sabe la cálida bienvenida que daba la Cusha a los invitados cuando llegaban a casa, ladrándoles por 15 minutos sin parar y enojándose porque nos reíamos de su hospitalidad. 

El Alberto también es un pilar importante en la historia de los animalitos de la familia. El pobre Albertito era el regalo de navidad de parte de mi papá para su pareja. Corrían las primeras semanas de diciembre del 2006 y en la casa de mi papá apareció este guatón de dos meses, con su guatita redonda, rosada y peludita, con su hocico modesto y orejitas caidas, incapaz de levantarlas por lo chiquitito que era. Mi papá dijo "lo tendré acá hasta el 24 porque de ahí se lo voy a regalar a Harley para la navidad". El 24 teníamos mucha pena porque no sabíamos cuándo volveríamos a ver a este pequeño demonio. El 26 en la noche, Albertito volvió a aparecer en la casa de mi papá, pues la mamá de Harley lo había rechazado. Ni siquiera recuerdo qué hicimos con él en ese tiempo, solo sé que no lo tuvimos nosotros. Creo que se lo quedó una amiga de la suegra de mi papá. 

En Agosto del 2007 mi papá dio una buena nueva: "el Alberto se viene a la casa". Cuando llegó no lo reconocí. Sus orejas habían crecido tanto que eran más grandes que su cara, su hocico se había estirado y era kilométrico, todo le había crecido...excepto sus patitas ajajajaj parecía una mesita de centro. De ahí en adelante para nosotras toda la vida hogareña transcurría con el Alberto y la Cusha. La Cusha tuvo que adaptarse al Alberto y lo hizo muy bien. No habían vacaciones en que no los consideráramos así que pasamos muy buenos ratos juntos y, por qué no decirlo, también muy malos ratos juntos. Los perros tienen eso que a veces me hacen sentir egoísta, pero que siempre quieren estar contigo, nunca te van a rechazar por nada. No creo que yo los quiera por eso en todo caso, si igual la Cusha era como un gato e iba cuando quería. Pero era rico sentir su compañía y saber que yo no estaba sola en la casa porque estaba con ellos. 

El 2014 fue el último año en que viví con la Cusha y el Alberto. El 2015 mi papá se fue a vivir al sur y se los llevó con el. El Alberto se transformó de un tierno peluche a un patrón de fundo esquivo y protector. La Cusha siguió igual que siempre, su ceguera comenzó a profundizarse, y uno ya notaba que se aprendía de memoria los recorridos que hacía, no fallando nunca en achuntarle con el pie a un peldaño, no dando nunca un paso en falso. De todas formas se veía que la Cushita se iba apagando. A pesar de que siempre tenía ánimo de ir a buscar su pelotita de tenis, la ceguera le hacía difícil la tarea, y la fragilidad de sus huesos no la dejaba avanzar con la confianza de antes. La última vez que fuimos a ver a mi papá antes de la muerte de la Cusha, que fue a principios de junio, yo me despedí de ella con toda normalidad, como asumiendo que nos volveríamos a ver. Mi hermana dijo "quiero darme el tiempo para despedirme de ella porque no sé si esté viva la próxima vez que la vea". Yo lo tomé un poco para la chacota -o en realidad no quise aceptar esa posibilidad de que la Cusha se fuera- y dije "no creo, yo confío en que nos volveremos a ver". Mi hermana le hizo un cariño suave en el lomo, lo bastante para que ella casi no lo notara y no comenzara a gruñirle como de costumbre. Derramó una lágrima. A eso la siguió Maxi, que también sintió que era última vez que la veía. Se despidió largo rato de ella, se tomó más tiempo que yo para la despedida. Yo miraba y pensaba "la volveré a ver". No fue así.

Cuando empecé a escribir esto habían pasado pocos días desde la muerte de la Cusha. Muchas veces me pregunté cómo sería ese momento, si me dejaría perpleja o si podría seguir ejecutando mis tareas diarias de manera normal. Trataba de pensar en una vida sin mis perros y no podía imaginármela, porque los tenía muy considerados como parte de mi vida. La cosa es que dos semanas después de esa visita a la casa de mi papá, mientras se desarrollaba un partido de fútbol de la copa américa en el que jugaba Chile, mi papá nos mandó un mensaje a mis hermanas y a mí contándonos la noticia. Había echado de menos a la Cusha, y fue a ver si estaba en el canil donde dormía todo el día en el último tiempo, y ahí estaba la Cushita, con sus ojitos entornados y una actitud de descanso que se notaba en su expresión facial relajada y la postura de su cuerpo totalmente entregado a la gravedad del suelo. Mi papá le tomó el pulso y cayó en cuenta de que estaba muerta. La cubrió con su mantita de polar que la había acompañado en los últimos años, y al día siguiente la enterró al lado del canil. Le hizo una linda sepultura con figuras de piedra, y no la enterró sola sino que en la mantita de polar la envolvió a ella junto a su pelota de tenis que ha de haber perseguido hasta el último día.

El día del entierro de la Cusha, es decir el Domingo, a Maxi y a mi nos hacían entrega del departamento en el que por primera vez viviríamos juntos. Ese día, luego de haber recibido las llaves, lloré de emoción porque este día era la encarnación del ciclo de la vida, de cómo ciertos procesos o etapas se cerraban y otras comenzaban. La Cusha había sido parte de buena parte de mi vida. No quería dejarla ir por costumbre, porque ella siempre había estado ahí, vi desde sus primeros pasos hasta los últimos ¿cómo se suponía que la vida seguía si la Cusha no estaba? No, me estaba aferrando a ella, a su recuerdo, a su cotidiano existir. No, la Cusha no era un perro no más, así que si alguien me decía "menos mal que fue un perrito y no tu hermana" le iba a pegar un charchazo. No quería aceptarlo, y sin embargo así es como las cosas eran: en adelante, todos los eventos que deparaba el futuro, no tenían contemplados a la Cusha. Y así era la cosa. Había que mirar la realidad y decir "así son las cosas. esto es". 

Me costó días dejar de pensar en la Cushita, de estar repasando todo el día su vida, de cómo llegó a nuestras vidas, las cosas que le hice y que me arrepiento, de cada cariño que valió la pena, cada vuelta a la manzana, cada bolsita de galletas finas para perros que le dábamos para sus cumpleaños y navidades, los peluchitos destrozados en cosa de segundos, su mal genio, que la gente no la pescara cuando salíamos a pasear porque todos se embobaban con el Alberto, todo eso valía la pena. No la quería a pesar de eso, sino que por eso. 

Hoy en día sé que el futuro no contempla a la Cusha, sé que no va a conocer mi casa, ni a mi descendencia, ni a los nuevos amigos que haga en la vida. Pero me he encargado y me seguiré encargando de que todas las personas que me importan conozcan la historia de la Cusha y la huella que dejó en mi vida.

Gracias por todo, Cushita. Me enseñaste a querer no solamente la parte linda de las cosas, sino que a ver el lado más duro, más frío, y aún así abrazarlo y decir de nuevo "te quiero".




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Hoy es 14 de marzo del 2016. Con Maxi estamos en Llanquihue, vinimos a ver a unos amigos. Ayer planeamos un viaje en bici a Frutillar. Cuando veníamos de vuelta recibí un llamado de mi hermana. No lo atendí porque venía con las manos ocupadas. Cuando llegamos a Llanquihue, tomé el teléfono para ver si me había mandado un mensaje diciéndome qué quería. Grande fue mi sorpresa cuando me encuentro con un mensaje de mi papá en el grupo familiar contándonos que el Albertito había sido atropellado. Cuando vi este mensaje estábamos en la calle, andando en las bicis y a 10 minutos de llegar de vuelta. Maxi me preguntó si quería parar un poco y le dije que no. Al rato, entra una nueva llamada de mi hermana, y decido parar para atenderla. Cuando contestó sabía perfectamente para qué me llamaba. Su voz temblorosa y triste me contaba cómo había sido el accidente que terminó con la vida de uno de los perros más importantes de mi vida (junto con la Cusha). Mientras ella narraba esto, con Maxi nos abrazábamos en la calle, llorando mientras sosteníamos las bicicletas y la gente pasaba por el lado. Cómo un perro tan bueno, tan sorprendentemente bacán, tan cariñoso podía merecerse una muerte tan cruel? una muerte tan indigna? una muerte que jamás imaginé para él? Ahí es cuando uno dice "bueno, la muerte no hace distinciones, a todos nos llega de distintas formas". Pero no puedo evitar pensar en el pobre Albertito ¿habrá sabido que se iba a morir apenas la rueda le pasó por encima? Solo espero que mientras mi papá lo acariciaba esperando que se fuera haya sabido que ahí estába(mos) para él, que así como él nos acompañó a todas nosotros estaríamos ahí con él hasta el final. Lo que más me entristece es por qué su vida tenía que tener un final como ese. Siempre imaginé que moriría viejito, nunca pensé que moriría atropellado. Qué muerte indigna, qué cosa menos deseable para un ser tan noble como un perro. Me doy cuenta con esto de lo frágil que es la vida, de que da lo mismo mis características, hay un montón de variables que yo no manejo y que por suerte me mantienen hoy con vida pero que no es obvio que así sea. Albertito, donde sea que estés, espero que hayas sentido siempre mi cariño, te lo di como nunca se lo había dado antes a un perro. Sin ti en mi vida, los perros que se me cruzan en la calle no me recordarían a ti cada vez que los veo. Me enseñaste que los perritos siempre agradecen un gesto cariñoso hacia ellos, aunque el encuentro sea fugaz en un paradero, entrada del metro, feria de verduras, incluso cuando los veo yacer moribundos al borde de la carretera. Incluso en esos momentos, cuando paso en auto por al lado, quisiera parar, hacerles cariño y decirles "tú no te merecías morir así, eres un ser muy noble". Sé que hay cosas que no vale la pena decir en este momento, porque en nada ayudan. Malditos los accidentes, esos que nos dejan pensando "esto se podría haber evitado". Esos accidentes nos dejan toda la vida con un nudo en la guata y pensando en la historia contrafactual: "y si hubiera pasado esto otro?"; "y si el señor hubiese ido a dejar las frutas a pie y no en auto?" "y si el kike no se hubiese cruzado para detener el paso del Alberto y así él no se hubiese detenido frente a la rueda?". Maldiciendo estos eventos pienso que podría haber tenido poder para controlar lo que pasó. Este es un buen recordatorio de que hay muchas cosas que no puedo controlar, de que estos accidentes ocurren, y que hoy no me queda más que recordar al Alberto, a la Cusha, y a todos los perros y mascotas que han pasado por mi vida como una gran bendición, como unos seres respetables, maravillosos, pacientes, cariñosos, a quienes intentamos darles lo mejor de lo nuestro y que, estoy segura, también nos dieron lo mejor que tenían. Gracias por este legado, Alberto y Cusha. Los recordaré por siempre, en cada aventura por el sur de Chile, cada pelota de tenis, cada latita de comida de perros digna de regalo de cumpleaños, cada vez que tenga frío y recuerde lo grato que era sentir su calorcito a mi lado. Se merecen un gran descanso, ténganlo, vivieron a concho, el destino nos puso en el mismo lugar al mismo tiempo, doy gracias por el milagro que fue habernos encontrado. Un beso para los dos, descansen juntos y cuídennos a los que quedamos.

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